Adorar a Adorno.
Rechazar
a Kierkergard.
Parir
a Kafka
y
besar a Freud en la mejilla.
Consumar
con Foucault
y
cenar con Butler.
Ni Preciado lo haría,
aunque tuviera mucho aguante.
Fijarse
en las sutiles diferencias no lleva a la satisfacción y, mucho menos,
al desfallecimiento. La calma se esconde en terrenos desconocidos,
terrenos que no están al alcance de mi mano, ni a la mano del más
vil cualquiera. Atravesando llanuras de discordancia, en tiempos de
chatarra, sangre en la peluca y patadas en el alma. Sin ritmo, sin
tempo y con los bolsillos llenos. Ahogarse en la desesperación, puta
mal pagada, crea un estado cercano al paroxismo y a la inestabilidad
que, por supuesto, no es extranjero y resulta del todo familiar, nada nuevo hay bajo el sol,
aunque bajo este sol todo me sabe a mierda. Los paisajes cambian,
pero se parecen, simulan la diferencia, pero es una suerte de
trampantojo que embelesa mis sentidos, quimérica impresión extasiada de ilusión. Las carreteras son anchas,
senderos de alquitrán que nada tienen de particular, pero son
iguales, en cualquier lugar del mundo son iguales, líneas blancas,
líneas discontinuas y líneas amarillas. Los reproches siguen
desafiando la velocidad de las miradas, todo sigue estando muy lejos y no hay límites que
valgan, ni señales de STOP, deténgase y ceda el paso. Clamando por
un subidón más, pero sin caída en picado, no se aconsejan las
restricciones y no hay remordimientos que valgan. Las diferencias,
aunque sutiles, definen un campo de acción donde la personalidad y
el “yo” comulgan en un juego perverso, de desdoblamiento de
intereses, como si ambos apostarán una gran suma de
dinero, en una gran ruleta de casino, pero en una suerte de fraticidio, en la que las pérdidas son compartidas, pero los
beneficios se dividen y la balanza kármica se desequilibra por la
naturaleza diferenciadora de unas decisiones que han llevado a
jugarlo todo a una sola carta y solo queda lugar a la muerte o a la destrucción del ego, y vuelta a empezar. Quizás resulte oscuro y complicado,
tremendo y sin sentido, loco y descarnado. Quizás no haya
diferencias y si son pequeñas, no hay que tenerlas en cuenta, o
quizás la obsesión por el detalle sea una de las mil y una
enfermedades de mi tiempo y soy una hija de puta posmoderna, aunque
la posmodernidad haya agotado sus cartuchos de experimentación por
el sacrificio de la forma, de la letra y de la estética.Hija
de puta de mi tiempo o no, agarrarse al cambio y a la no permanencia
de valores heredados, pero jamás aceptados, también crea escuela.
Las tradiciones se sedimentan en aquellos que adoran las pequeñas
sutilezas.
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